Luz de plaza, oscuridad de casa.

Luz de plaza, oscuridad de casa.

(1 Timoteo 5:4,8).

Los abuelos tienen un dicho para definir a aquellas personas que son muy amables, muy serviciales y muy generosas con sus amigos, pero que en la casa, con sus familiares, son repelentes, nada serviciales y bien tacaños. El dicho es que tales individuos son luz de plaza y oscuridad de casa. Sí, alumbran con potente luz para la gente de la calle, pero se niegan a ser aunque sea un pequeño candil con su cónyuge, hijos, padres y hermanos.

Un líder cristiano me confesó hace un tiempo que debió pedirle perdón a su esposa por un reclamo bien justo que ella le hiciera: “Tú eres muy cumplido con la gente de la iglesia y de la calle, te preocupas por no faltar a las citas y por llegarles temprano, pero conmigo, que soy tu esposa, no tienes ese cuidado, se te olvidan nuestros compromisos; y si te acuerdas me llegas tarde”.

Nunca me olvidé de ese detalle, pues me hizo pensar en algo en lo que nunca había reflexionado. Recordé entonces con cuanta impaciencia le enseñaba matemáticas a mis hermanas, y eso porque mi mamá me lo exigía. Claro, con tan mala actitud mis hermanas no me entendían, yo me enojaba, ellas se enojaban, y terminábamos llorando de la frustración. Ahora lo recordamos y nos da risa.

¡Ah! ¡Pero cuán diferente era cuando iban mis compañeros de estudio para que les explicara temas complicados y aburridos de sociología y teorías de la comunicación! Ahí sí, era todo amabilidad, les preparaba jugos, emparedados y les explicaba una y otra vez.

Y cuando fui profesor, ¡que comprensivo! Les decía a los jóvenes que la universidad exigía leer a muchos escritores complicados, pero que no se afanaran, que desmenuzaríamos esos conceptos de la manera más sencilla.

Pues aunque esos autores eran buenos teóricos, eran malos didactas, escribían no para ser entendidos, sino descifrados, como si por enredar lo simple se dieran aire de intelectuales. Los chicos entonces se llevaban una buena imagen del “profe”, sin saber que en casa era diferente.

Pero Dios me ayudó a superarlo. Y ya pasé un examen difícil: enseñarle a manejar auto a mi esposa. ¡Y eso no es fácil! Los dos se pueden destrozar los nervios, gritarse y pelearse. ¡Oh sí! Recuerdo que bien jovencito renuncié a enseñarle a conducir a mi mamá, y lo hice después de discutir y de que casi me matara de un susto.

Le dije, y hasta le grité, que parara en la luz roja, pero siguió de largo atravesando una intersección con mucho tráfico. ¡Dios mío! ¡Eso parecía una película de terror! Yo quedé rígido. Casi le hago un hueco en el piso a ese Renault 4. Sólo esperaba el violento golpe, pero gracias a Dios pasamos al otro lado y sobrevivimos. En mi caso para aprender a ser más amable, más servicial y más generoso en el hogar.

 

Tomado de:
“Devocionales en Pijama”
de Donizetti Barrios
Derechos reservados de autor.

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